Los caminos del sexo suelen ser, en ocasiones, confusos o al menos curiosos, donde juegan posturas y elecciones personales, axiomas culturales y, en general, se acciona el vapuleado "librepensamiento", utilizado o no según individuos y circunstancias. El autoerotismo constituye una posibilidad más de las muchas que nos ofrece el ejercicio de nuestra sexualidad, en libertad y con las satisfacciones que nos sea dado lograr. No es mi intención realizar una apología del autoamor -no debí utilizar esa palabra, suena demasiado egoísta: "la paja" es un término entrañablemente cotidiano- sino simplemente contar y compartir, ya con 40 años y especialmente con aquellos que sientan afinidad con mi punto de vista al respecto, una de las tantas experiencias vividas en mis casi 28 años de actividad masturbatoria y que fue altamente gratificante.
Quienes adherimos al placer de Onán -sé que no puedo hablar por todo los masturbadores, pero seguramente no me hallo solo en este sentido- apelamos a estimulaciones externas que nos conducen gradualmente hacia el clímax anhelado: imágenes, sonidos, olores, sabores y texturas -junto a nuestra rica "imaginería" personal- son auténticos y genuinos auxiliares a la hora del goce solitario. Al respecto y como sabrán mis lectores, el disfrute a través de prendas y objetos del ser amado o idealizado se llama fetichismo -práctica no muy habitual en mí pero que no desecho en aras de una copiosa eyaculación- ligado, en mi caso personal, a cierta bisexualidad que se ha acentuado con el paso del tiempo y que me lleva a admirar una buena hembra o un magnífico macho como poderosos estimulantes eróticos. Hace algunos años me calenté endemoniadamente con un pendejo -argentinismo por adolescente, púber- que vive aún en las cercanías de mi casa, un estudiante muy joven al cual evocaba permanentemente desde el baño, a piernas abiertas y masturbándome hora tras hora, día por día. Sabía que insinuar algo era sencillamente demencial, fuera de toda posibilidad, pero también intuía que necesitaba algo, cualquier cosa -en realidad no sabía a ciencia cierta qué elemento- que me uniera a él, que fuera portadora viva de su presencia. Pensé en uno de sus slips pero no podía acceder a ellos y, por ende, a ninguna de sus cosas íntimas, hasta que una noche de un verano ya remoto su mamita tiró a la basura un par de zapatillas totalmente rotas que el nene utilizara en sus prácticas deportivas. Fue toda una alegría para mí y me excité tremendamente, hasta pensé en llevármelas a mi hogar, calzarme con ellas y matarme a pajas, mis pies donde habían estado los suyos, pero opté, ante la imposibilidad de resguardarlas en un lugar seguro, por quedarme con los cordones e inventar algún jueguito fuera de los común y secreto con ellos, morir de placer poniéndolos en contacto con las partes más íntimas de mi cuerpo: mi sexo, mis bolas, mi ano. Recuerdo que me expuse demasiado para lograr quedarme con mi ansiado tesoro, a pesar de la noche, que cubría mis furtivos pasos, actué con premura y nerviosismo cortando las guías plásticas de los cordones -muy anudados- con una tenaza de mi padre, para luego, con ellos cautelosamente guardados en el bolsillo de mi jean, enfilar al baño donde me aguardaban experiencias que modificarían, de alguna manera, mis hábitos masturbatorios.
Lo primero que hice fue desnudarme totalmente -la casa dormía y podía operar con total tranquilidad- a fin de tener mayor libertad de movimientos y sentirme, por qué no, mucho más erotizado y caliente, y son pocas las ocasiones que recuerdo en las que estuviese tan fuertemente excitado como en aquellas oportunidad. Extraje los cordones y los extendí cuan largos eran, estaban percudidos por el uso y el tiempo les había otorgado una coloración grisácea pero no me importó, acaso estas características le daban un toque aún más extraño a mi solitario ritual. Coloqué un pie sobre la tapa del inodoro y tomé, con ambas manos, uno de los cordones para pasarlo entre mis nalgas besando el ano, ceñido casi dolorosamente a él, y luego anudé las puntas en el lugar donde nace la cintura. Lo mismo hice con el restante aunque cuidando de entrelazarlos en el sector que rozaba el ano, para evitar toda posibilidad de que se soltaran y aumentando, por consiguiente, la sensibilidad del acariciamiento en ese exquisito lugar.
Cuando terminé mi trabajo me sentí extraño, dolorido por las fuertes ataduras a que me estaba sometiendo yo mismo, pero embriagado por una lujuria y excitación, reitero, como pocas veces sentí en mi vida de onanista: mi verga se erguía desafiante, soberbia, inyectada de sangre por la presión que ejercían los cordones bajo los testículos, las ingles me ardían porque los pelos se enredaban con los cordones produciendo unos tironeos dolorosos y perversamente estimulantes. Para comenzar la masturbación se me ocurrió sentarme en el inodoro -abierto, por supuesto- lo cual ocasionó que los cordones se tensaran aún más provocándome un rozamiento anal enloquecedor (luego probaría enjabonando o encremando la zona con óptimos resultados), junto a los pellizquitos entre punzantes y divertidos de los pelos del área mezclados con ellos. Creo que podrán imaginar la paja brutal que, evocación mental mediante, me provoqué aquella noche en que terminé atado y levemente torturado, pero profundamente feliz; y aunque ese chico ya no puebla mis fantasías con su adolescencia, cada tanto repito esta experiencia que aún me provoca enorme gozo. Además me demostró, personalmente, que las ataduras, el fetichismo y algún pequeño dolorcito -bien manejados- pueden ser terriblemente sexys e incentivar tremebundas calenturas.