- ¿Cuáles son tus pecados hija?
- Pues he pecado de Avaricia, gula y lujuria padre.
- A ver, cuéntame, hija.
- Sé que es Semana Santa y que uno debe abstenerse de comer carne, Padre; pero ahí estaba.
- ¿Dónde? ¿Cómo?
- En el cuarto de mi hermano, Padre.
Entre para ver cómo estaba porque había llegado borracho, y lo vi, ahí, sobre la cama, desnudo. Su desnudez me encanto. Recorrí su pierna con la mirada y me encontré con ese pedazo de carne.
- ¡Ay! María Luisa, tenías que haber salido corriendo.
- Lo sé, Padre. Pero me pareció hermoso, descansando sobre la pierna de mi hermano. Me acerque y le llame, Luis, pero no contesto. Entonces acaricie su pene moreno. De inmediato sentí su calor y me di a la tarea de mimarlo. Lo repase suavemente con la punta de mis dedos y pareció cobrar vida. Mientras más lo acariciaba más se ponía duro y levantaba.
- Luis, volví a decir, pero mi hermano no contestaba. Entonces mis labios besaron su carne, regodeándose con su sabor y su textura. Sintiendo en la lengua lo salado de su sudor. Luis sólo se quejaba dulcemente. Entonces perdí el pudor y la templanza. Metí toda esa carne caliente en mi boca y comencé a devorarla con caricias y mimos. Repasándola ávidamente con mi lengua y mis labios, devorando suculentamente y remojándola con mi saliva.
No me cansaba de llenarme de ella. No me saciaba, por el contrario, sentía que mi deseo crecía y crecía más y más. Quería acabarme toda esa carne, quería dejarla dentro de mi boca por los siglos de los siglos. Me dio miedo pero persistí. Oía la respiración entre cortada de Luis y eso me alentaba a seguir, y seguí, y seguí. No me detuve hasta sentir que su leche me golpeaba el paladar y la garganta. Y entonces corrí hacia acá, Padre.
- ¿A qué te perdonara, hija?
- No, Padre. A recordarle que su obligación es darle de comer a la hambrienta.
- Entonces entra acá. Te voy a dar de mi carne. Pero te voy a alimentar por otros labios.
Vamos, levanta tu falda. Te voy a mostrar como es el cielo.