La segunda verga que degusté, por así decirlo, fue la de mi hermano, Esteban. Mis ejercicios bucales con Daniel en lugar de apaciguarme, habían enfebrecido mis deseos, mi cuerpo temblaba de concebir nuestros futuros encuentros. Mi imaginación se desbordaba suponiendo nuevas formas y nuevos avances. Todo el tiempo estaba mojada y llena de deseos insatisfechos. Durante las clases metía los bolígrafos en mi boca suponiendo que chupaba un buen pene, el de Daniel, por supuesto, hasta ese momento no visualizaba otro. En la cocina buscaba meterme cualquier alimento en la boca para llenar mis ansias, recuerdo que en ocasiones me atiborraba de galletas marías. Metía tres o cuatro de un golpe a la boca, hasta hacerlas humedecer con mi saliva y tragarlas. Por supuesto, nada de eso aliviaba mi apetito.
Esteban es mayor que yo por tres años. Alto, fornido, su piel apiñonada resulta tan atractiva, y sus desplantes, suele ser algo insolente, le llenan de un aire tan viril, que muchas veces antes, me descubrí mirarlo con cierto gusto de mujer; aunque sólo hasta el punto de pensar en que suertuda sería la chica que estuviera con él.
En fin, quizá parezca que divago un poco pero es preciso para que quede claro cómo sucedieron las cosas. A Esteban no lo busque directamente, se dio como con Daniel, por coincidencia, aunque haciéndole caso a mi psicólogo, “no existen las coincidencias”. Je.
Todos los miembros de la familia practicamos deporte, en aquellos entonces mamá practicaba squash junto con papá, yo joggings y a mi hermano Esteban le había dado por hacer ciclismo.
Una mañana de fin de semana que había salido a correr, me encontré a mitad del recorrido a Esteban. Estaba tirado en el pasto, tendido, jadeante y sudoroso. Apenas podía respirar. Me acerque rápidamente a él por si necesitaba mi ayuda. Hola, me dijo. Yo lo repase visualmente, sintiendo por mi parte el escaneo que hacía de su persona. Sentí que mi corazón se apresuraba un poco cuando lo vi ahí recostado con un jersey amarillo y sus bermudas de ciclista, todo bien pegadito al cuerpo, tenía una leve erección.
Estás bien, le pregunte. Sí, sólo un poco agotado, me respondió. Mis ojos no dejaban de deleitarse con su cuerpo, lo pasaba y repasaba, deleitándome con sus piernas firmes, duras y velludas, y ese sexo que no dejaba de sobre salir en la licra. Échame una, dijo. Me acerque para ayudar a levantarlo, me tendió la mano pero el tirón fue tan fuerte que ambos caímos.
Durante la caída sentí que nuestras piernas desnudas se tocaban. Quedamos enredados y riéndonos de nuestra torpeza. Reíamos como dos tontos, nuestros cuerpos se movían exageradamente, haciendo que nos acariciáramos casi sin querer. Digo casi porque yo, por supuesto, aproveche para rozar su sexo, sus piernas, su pecho y otra vez su sexo, todas las veces que pude. Cuando nos calmamos un poco me dijo, Oye me estás agarrando el pene. Yo sólo me reí y alcance a decirle un, Ay, perdón, de manera que pareciera natural. Después de eso, regresamos a casa tomados de la mano como si fuéramos un par de enamorados.
Desde ese día no deje pasar la oportunidad para estar de forma, digamos, acaramelada con mi hermano. Una tarde habíamos estado viendo una película juntos en la sala de la casa, papá y mamá habían salido a una reunión. La película era tan buena que nos quedamos dormidos una encima del otro. Cuando desperté lo vi tan lindo, ahí, con sus ojitos cerrados y su brazo cubriendo mis hombros. Lo abracé, lo estrujé contra mi cuerpo y comencé a hacer lo que hacía rato tenía ganas. Acaricie su pene por encima del pantalón, primero de una forma medrosa, tímida, algo culpable, pero mis ganas sobre pasaron mi culpa.
Baje lentamente el cierre del pantalón y lo desabroche. Lo baje. Todo lentamente, intentando no despertar a Esteban. Entonces saque su pene, su sexo, caliente y turgente. Lo miré con avidez, llenándome con él la vista antes que la boca, lo acaricié con ternura y avidez, dejando que mis dedos lo reconocieran por primera vez así desnudo. Me gustó su carne, sus venas, su color un poco más oscuro, quizá por la mata de pelos negra; me gustó su contacto, su calidez. Lo olí, sintiendo como su aroma me penetraba hasta lo más profundo de mi memoria. Se parecía al olor que Daniel guardaba ahí mismo pero era diferente. Lo acaricie con mi nariz mientras poco a poco se iba poniendo duro, tieso, perdiendo la morbidez como ya sabía y había imaginado. Finalmente le di un beso, largo, goloso que consiguió que Esteban se despertara.
¿Qué haces? Me preguntó entre asustado y excitado. Shhhh, contestaron mis labios, y me metí su sexo a la boca, comenzando a mamarlo. Lo hice con rigor, con la sabiduría bucal que me había dado mi experiencia con Daniel, pero también con un cariño y un amor fraternal que pocas veces he sentido. Lo mamé con gusto, con delicia, recorriendo con mis labios lo largo de esa carne amada. Lo mamé con ganas de quererlo de que se sintiera amado. Lo mamé hasta que derramo su leche en mi boca. Y lo seguí mamando hasta que a pesar de mis cariños se fue desinflando.
Ernesto no dijo nada. No tuvimos tiempo, nuestros padres regresaban a casa. La semana siguió con cierto alejamiento entre nosotros del que me sentía responsable. Mitigaron el dolor un poco las mamadas y chupadas mutuas que me hacía con Daniel. Pero por las noches me sentía fatal con lo que había roto en casa.
Una noche, 8 días después de mi incidente con Ernesto, cuando todos en casa dormíamos, lo sentí entrar en mi cuarto, estaba a punto de lanzarme llorando directamente a sus brazos y pedirle que me perdonara que no lo volvería a hacer, cuando tapo mi boca con un beso, y empezó a acariciar mi vulva siempre deseosa con sus dedos.
Te aprovechaste de mi, hermanita, me dijo. Ahora yo te voy a enseñar otras cositas, soltó mientras me chupaba las tetas, y me dejaba sentir su desnudes, pero de eso ya les platicare más adelante, entretanto: muchos besos y lúbricos pensamientos.
Mejoraste en este relato como me hubiece gustado ser tu hermanito