El hospital
( Relatos Gay )
Fui a visitar a mi amiga Claudia al hospital Argerich del barrio de la boca. Ella trabaja ahí pero no viene a cuenta narrar de qué trabaja mi amiga. Era su cumpleaños y fui a darle un beso, a darle una sorpresa.
Subí las escaleras de la calle Pi y Margall, lo más rápido que pude, con las manos en los bolsillos y los dedos entumecidos de frío.
Pude ver de todos modos, aún en mi velocidad, a un montón de personas que esperaban su turno en una fila enferma. Abrigos y barbijos me dieron la bienvenida. Entrar al nosocomio corriendo me dio calor, así que me saqué el gorro de lana y me aflojé la bufanda. Sala central, doblo a la izquierda, final del pasillo. Entro al baño ya mecánicamente. Por las dudas, por complicidad, por camaradería, por vicio. Nunca importa de qué baño se trate, si un supermercado, una estación de tren, un cementerio, una librería o un hospital. Me miro al espejo, paso al mingitorio. Tres individuales vacíos y sucios. Sin seguro en las puertas y escritas con furia las paredes hasta el techo.
Leyendas que rezaban desde “en este hospital nació Lucía el 13 de mayo de 2010”, hasta el clásico “15- 6485… busco activo pijón, yo sólo pasivo”. Intento mear sin saber si tengo de verdad ganas de hacerlo. Bajo el cierre de mi bragueta, saco la pija y juego un poco porque el frío maltrató mi fama.
Recuerdo a “el Cuervo” decir en Plata Quemada, “¿no sabés que el frío te la achicharra?
“Más de tres sacudones es una paja” –decía un amigo. Y yo ya iba como por el décimo cuando decidí salir de ahí. Con un algo de pena, lo confieso, porque cada oportunidad de encuentro me dispara una adrenalina que no se parece a nada en la tierra. Algo que no tiene que ver con el amor, que nada se acerca a la prudencia. Algo ocurre con mi cuerpo si veo esa puerta abierta y no puedo entrar, por eso nunca me privo del juego del los baños. En los baños puedo coger con el culo, con la pija, con la voz, con la mirada, con la cabeza, con las manos, con el aliento; en los baños puedo entrar en los cuerpos y quedarme como un asaltante en el pensamiento.
De una y mil maneras puedo quedarme en la vida del otro que se acerca anónimo a contemplar cómo me escupo la cabeza de la verga, cómo abundante saliva me lustra el glande tierno de orfandades varias. Me mira, de reojo, amigable, en silencio. Parado a mi lado, mingitorio de por medio máxima distancia. Como en una coreografía el otro también baja el cierre de su pantalón, saca lo suyo ya más en ritmo. Se genera entonces la danza de la promiscuidad absoluta, la remake de los coitos anteriores, las fantasías de abuso, las violaciones reales, el poder, la humillación, la altanería que te da la calle; un “quemeimportismo” a prueba de todo, una singularidad en el modo de ver esa película donde somos el villano, donde el amor tiene poco que ver con la trama y el destino de los personajes, donde el amor no está, no se dice, donde no se dice nada, ni media palabra; quejidos puede haber, jadeos hacia adentro, palabras masticadas íntimamente, verdades malnacidas casi muertas en la garganta seducidas, si querés, por un torrente de semen.
Comenzaba pues la retirada cuando sin girar la cabeza vi una silueta al lado mío. Un flaco como yo, en sus treinta años, lindo hasta la sombra, esnifa, y comienza dirigido por el instinto la mecánica de lo que entró a hacer. Llegué a ver que de la boca le salía humo y pensé en el infierno.
Yo tenía la pija tiesa, agarrada con mi diestra desde el tronco y mi mano guiaba su mirada desde abajo hacia arriba, despacio y él me miró. Fue ahí que por primera vez nuestras miradas se cruzaron. Se mojó el labio superior con la lengua y acorté camino. Me mandé a un box y él me siguió.
Cuando estuvimos adentro, se sentó de cuclillas y sin usar las manos, metió mi pija en la boca, toda hasta el final. Su boca era la cavidad caliente, la campanilla amable al paso de mi carme. Lo tomé de la cabeza y empecé casi con maldad a cogerle la boca. Frenético, me volví el diablo dueño de ese humo que anticipaba la maldad humana. Hacía arcadas que me excitaron, que doblaron mi apuesta. Los ojos se le llenaron de lágrimas, respiraba poco y nada por la nariz, se ponía colorado. Desde su lugar todavía me mirada desafiante.
Lo levanté y lo puse de espalda contra la puerta, se bajó el pantalón, se escupió en la mano y se mojó el agujero del orto. Así, rápido, sin sacarse la mochila, le mandé verga, le llené la cola de carne, a pelo, cuero y cuero. Dos hombres en el baño del hospital cogiendo como animales. Con la derecha lo tenía de los pelos y con la otra le tapaba la boca, siempre clavado. Sacudí como un perro su interior, se la metía y se la sacaba caprichosamente. Me gustaba sentir salir la pija y volver a entrar a ese ojete precioso, abierto en una dilatación envidiable.
Siempre con la pija adentro, le saqué la mochila porque vi que tenía un cierre abierto y porque quise abrazarlo mientras me lo cogía.
Afuera se oía que había gente y más nos calentó. A los tirones se terminó de sacar la mochila y en el trámite algo se cayó de un bolsillo. Lo giré, lo puse de frente y lo besé. Le comí la boca como una fruta en verano. Hambriento de él, pasé la lengua por su cuello, lo mordí, lo besé con la ansiedad del adolescente. Se agachó solito y se la metió en la boca, yo tenía la pija colorada de bombear.
Intentó agarrar lo que se le había caído, pero no le permití desconcentrarce. Lo levanté de golpe y lo clavé más. A pelo, le estaba por dejar la leche adentro, le estaba por dar la lechita del desayuno y él la iba a recibir placentero. Me la sacó cuando sintió que acababa se agachó y me la pidió en la boca. Se la di toda, me sacó la guasca con la boca, me mostró cómo se la tomaba y sonrió. Me agaché hasta donde él estaba y agarré en un acto caballeroso lo que se le había caído. Agarré el frasquito y leí curioso: RITONAVIR.
Se lo entregué, lo guardó y salió. Yo me quedé pensando en el vértigo que me dejaba expectante. En la posibilidad de las transmisiones, en la posibilidad de los finales trágicos. Me quedé pensando hasta cuándo y hasta dónde iba a exponerme, hasta cuándo hombres anónimos en baños públicos iban a dejar de ser anónimos para llevar nombre de retroviral y hasta dónde toda esa reflexión me iba a acompañar, dónde estaría la próxima parada obligada con señalética de varón en la puerta.
Salí de ahí, me lavé las manos como Pilato, me miré al espejo, respiré hondo y fui al consultorio de Claudia. De camino me crucé con mi reciente amante fugitivo. Estaba parado en la recepción del primer piso, en la ventanilla del servicio de infectología.
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