Me había dicho que quizás estábamos cayendo en la monotonía y que no quería que me aburriera de hacerlo con él. Por eso me llevó en brazos a la cocina, como si fuera Richard Gere en una película, me sentó en la encimera y, bajándome el tanga hasta los tobillos, metió la cabeza bajo la falda y comió hasta hartarse. Después quiso metérmela allí mismo, pero no le dejé porque le recordé que el niño dormía la siesta en la habitación de al lado, le dije: “ya sabes que tiene el sueño muy ligero”. Entonces fuimos hasta el dormitorio, nos desnudamos el uno al otro despacio, acariciando nuestros cuerpos con voluptuosidad, y nos entregamos a la faena con urgencia. Y me follaba con tanto ímpetu, que me hacía gritar como una perra. De pronto, se paró y dijo: “¿te imaginas que entrara ahora?”, pero yo, un poco enfadada por la pausa, le tranquilicé: “coño, no me dejes a medias..., sigue, sigue, que ya sabes que mi marido no vuelve hasta la noche”.