Noche de un verano de sueño
( Relatos Heterosexuales )


         

      Hace mucho tiempo conocí a Almudena, una chica de un pueblo de la costa donde veraneaba entonces con mis padres. Yo tenía diecisiete o dieciocho años y ella era una cría de quince que aparentaba más edad porque estaba muy desarrollada. Estuvimos juntos durante esas vacaciones, pero después nunca volví a verla.
      Yo me casé hace tres años, y el verano pasado mi mujer esperaba nuestro primer hijo. En agosto fuimos con su hermano y su cuñada a veranear allí, después de tantos años. Eran las fiestas del pueblo y una noche, como a ellas no las apetecía, salí con mi cuñado a tomar algo.
      Acabamos en una discoteca al lado de la playa y el hermano de mi mujer no perdía el tiempo. En cuanto entramos por la puerta se arrimó a una francesa de pechos enormes y se fueron juntos a un rinconcito oscuro. Yo me quedé solo, bebiendo y observando. Y entonces la vi.
      Estaba con dos amigas. Nos saludamos y estuvimos hablando. Ahora ella tiene treinta y dos años y yo treinta y cuatro. Estaba guapa, vestida muy juvenil. Confieso que me excitó bastante volver a verla. Me dijo que no estaba casada y yo la mentí porque empecé a imaginarme la posibilidad de repetir una de aquellas noches que pasamos juntos.
      Me presentó a sus amigas: Susana, una rubia de bote poco atractiva, de la edad de Almudena, e Irene, una chica más joven que ellas, de unos veinte años, que llamaba la atención por la rotundidad de sus formas.
      Seguimos hablando y fui a la barra para pedir dos copas. Mientras esperaba, vi cómo se acercaba a Almudena un tipo fornido, se daban un beso y ella le acariciaba el brazo musculoso mientras buscaba mi mirada entre la gente. Me sirvieron y me fui acercando con los dos güisquis, temiendo ya que se me escapaba la posibilidad de revivir tiempos pasados. Y así fue porque, antes de llegar a su lado, se marchó con el fortachón, dirigiéndome un casi imperceptible adiós con la mano antes de desaparecer.
      -¿Me invitas a ese güisqui? -dijo una voz femenina a mi espalda-. Ella ya no lo va a tomar.
      Me giré y vi que era la amiga más joven de Almudena la que me hablaba.
      -¿Te llamabas? -pregunté, tendiéndola el vaso.
      -Irene -contestó ella-. Te gusta Almudena, ¿verdad?.
      -Hace años fuimos amigos -respondí con rapidez, esquivando la respuesta.
      -Pues está medio enrollada con el chico ese desde principios de verano.
      Bebí un trago observándola. Tenía un cuerpo impresionante. Empecé a plantearme si no me lo pasaría mucho mejor con ella a pesar de que era muy joven. Decidí intentarlo, si no aparecía algún noviete, claro. No quería llevarme otro chasco.
      -Y tu novio, ¿está por aquí? –la interpelé, con cautela.
      -No tengo novio –dijo muy segura.
      -¿No sales con nadie? -pregunté escéptico-. Es difícil de creer, porque estás muy maciza, hija.
      -¿Tú crees? –dijo, y puso cara de niña ingenua.
      -Yo y cualquiera que tenga ojos. ¿No me dirás que no te piropean a diario?
      -Hace dos meses salí con un chico que me dijo que medio pueblo se pajea porque dicen que voy enseñando el tanga y porque llevo las camisetas muy ajustadas y el ombligo al aire.
      -No me extraña -dije-, es que estás buenísima. Y el otro medio, ¿en qué está pensando?
      Sonrió. Tenía una sonrisa encantadora.
      -¿Tú también te vas a hacer una paja? -me dijo, y su sonrisa se volvió pícara. Yo empecé a sudar, pensando que estaba poniéndose a favor lo de darme un buen lote con ella.
      -¿También quieres calentarme a mí? –la dije-. Pues te advierto que no soy de piedra. A mí me pones como a todos. Vamos a algún sitio que estemos solos.
      Salimos de la discoteca y fuimos en mi coche a una zona de las afueras. Cuando paré el motor, empezamos a morrear sin preámbulos. Era excitante besar esos labios carnosos. Se notaba que tenía experiencia porque besaba de maravilla.
      -Ya habrás estado en el coche de un montón de tíos -la dije.
      -Pues no –contestó, ofendida porque yo diera por hecho que la habían magreado ya muchos.
      -No me lo creo. Hasta la más fea anda de coche en coche dándose el filete y tú, además de no ser nada fea, estás tremenda.
      Seguí besándola y empecé a tocarla el pecho.
      -Vaya tetas tienes, la hostia.
      Llevaba una camiseta cortita tan ceñida a unos senos tan redondos e hinchados, que me moría de ganas de sobarlos. Los apreté como si fueran globos, pero ella me apartó las manos.
      -¿Qué pasa? -dije sorprendido-. ¿Hemos venido hasta aquí para darnos besitos?
      -Yo no te he dicho que me traigas aquí -dijo-, te advierto que no soy nada facilona.
      No pude por menos que estallar en carcajadas.
      -No me hagas reír, Irene. Te he dicho que íbamos a un sitio alejado y tú no te has negado a venir, ¿no serás una calientapollas?
      Otra vez puso cara de estar muy ofendida.
      -Llévame al pueblo, por favor –me pidió.
      La niña se echaba atrás en el último momento. Pero debía habérselo pensado antes.
      -Joder, tía, primero vas de golfa con el rollo ese de que tienes a todos los tíos masturbándose y ahora, a la hora de la verdad, te haces la estrecha. No te entiendo... Relájate un ratito, anda.
      La subí el top y la quité el sujetador. Se quedó frente a mí con los pechos desnudos, turgentes y firmes, desafiando la ley de la gravedad. Se los tapó con las manos, pero se las retiré, me acerqué y la comí las tetas lentamente. No se movió. Se notó que la gustó y no lo disimulaba. Aproveché y rápidamente la metí la mano por el tanga y la hice un dedo muy despacio, estimulando el clítoris y los labios inferiores. Se excitó mucho y estuvo gimiendo hasta que se corrió.
      -Muy bien. Así está mejor, pero vamos a ponernos cómodos -dije, y la hice acompañarme al asiento trasero-. Ahora sácamela y a ver qué tal te portas.
      -No, no. Mejor volvemos al pueblo –insistió.
      -No me jodas, Irene -dije, sacándola yo mismo-. No hagas que me mosquee, coño.
      Me la cogió y empezó a hacerme una paja. Me la estaba haciendo bien, pero no era eso lo que yo buscaba ni mucho menos.
      -A mano ya me la hago yo, guapa, tú abre bien la boca y cómetela.
      Me miró otra vez con una ingenuidad que desarmaba, pero que al mismo tiempo me excitaba mucho más de lo que ya estaba.
      -No te va a gustar... porque... nunca lo he hecho.
      -¿Nunca te has comido una polla? –pregunté, bastante sorprendido-. Pues ya eres mayorcita.
      -No soy tan mayor.
      -Cuántos años tienes, veinte o veintidós, ¿no? –dije, aunque empezaba a sospechar que debía de tener alguno menos.
      -Tengo dieciséis.
      -¿¿Qué dices?? -me quedé de piedra-. ¿¿Dieciséis años??
      -Es que aparento más... Pero cumplo diecisiete en noviembre.
      Me parecía increíble. Cómo se puede tener un cuerpo tan magnífico con sólo dieciséis años. Me quedé sin saber qué hacer. Me había metido en un buen lío. Ella seguía con el pene en la mano, incluso seguía agitándolo levemente, supongo que por el nerviosismo.
      -Has estado calentándome toda la noche y no me habías dicho que eres menor de edad -la dije-. Ahora se supone que debería llevarte a casa y olvidar que te he tocado. Pero... es que ¡te he tocado!
      -Yo no voy a decir nada, no te preocupes.
      -¡Que no me preocupe! Te has dejado masturbar y eres una cría. Y ahora yo estoy muy cachondo, joder. Serás una niñata pero es que estás muy maciza.
      -¿Nos vamos? –dijo con un hilo de voz.
      -¿Crees que me la voy a jugar sin que tú ni siquiera me toques? –dije y, sobre la marcha, improvisé lo que iba a hacer-. Ni lo sueñes... De lo que pase a partir de ahora ni una palabra nunca a nadie, Irene, a nadie, ¿me oyes? -decidí seguir adelante, a pesar del riesgo que corría-. Venga, cómemela.
      -No sé hacerlo, de verdad –dijo, casi disculpándose. Pero no la hice caso.
      -No busques excusas porque me la vas a chupar. Tú hoy no vuelves a casa sin aprender a hacer una buena mamada.
      Me pidió que por favor la avisara antes de correrme y se la metió en la boca y empezó a chupar como una loca. Estaba excitadísima. La enseñé a mordisquearla, a lamerla y la avisé para que no lo tragara aunque a regañadientes, y acabó de masturbarme con la mano con un ritmo perfecto.                                                                                                                           
      -Me ha encantado -dije, y era verdad, pero aunque me estaba metiendo en un lío, necesitaba repetir-. Lo has hecho muy bien, pero estoy seguro que la próxima va a ser mejor.
      Ya iba lanzada y, sin discutir, me la tocó para empalmarme otra vez y volvió a mamármela recreándose en los detalles, demostrando que aprendía pronto. Pero esa vez tuve la tentación de no avisarla, me dejé llevar y me corrí dentro de su boca. Se atragantó y yo la pedí perdón pero me dio mucho morbo y un placer enorme, y no me arrepentí.
      Después de eso volví a llevarla a la discoteca, me despedí de ella y busqué a mi cuñado para volver a casa, pero no le encontré por ninguna parte. Vi a Almudena sola, posiblemente buscando a sus amigas. Me vio y se acercó.
      -Perdona por lo de antes –se disculpó-. Ahora sí que necesito una copa.
      -¿Y tu chico?
      -No es mi chico –dijo.
      -Es lo que me ha dicho tu amiga Irene.
      Puso cara de contrariedad, como si pensara que otras habían dado más explicaciones de la cuenta, explicaciones que ella no consideraba necesarias.
      -Bueno, pues ya no lo es –dijo, zanjando el asunto. Y me miró a los ojos para confesarme algo-. Otra cosa, Irene no es mi amiga, es mi hija.
      -¿¿Tu hija??
      Aquella noticia me impactó. Me la había estado chupando la hija de Almudena, mi amor de adolescencia.
      -La tuve muy joven –me aclaró.
      -¿Y su padre? –inquirí.
      -Un rollo de verano que nunca volvió. Y tú, ¿cuándo has hablado con Irene?
      -Hace un rato, cuando me dejaste plantado, pero no la he vuelto a ver –mentí.
      -Tú me plantaste hace años.
      Almudena se puso seria. En su tono noté un cierto resentimiento. Ahora me tocaba a mí dar las explicaciones.
      -No es cierto, se acabó el verano... –balbuceé, con torpeza.
      -...Y te olvidaste.
      -No te olvidé, pero mis padres no volvieron a veranear aquí. Lo siento, yo estaba loco por ti, Almudena. Todavía me atraes muchísimo. ¿Tomamos esa copa en otro sitio más tranquilo y seguimos hablando?
      Ella me miró y me cogió una mano.
      -Olvida la copa –dijo, de pronto-. ¿Recuerdas dónde solíamos ir?
      Fuimos a la playa y bajamos hasta la cueva que nos sirvió aquel verano para nuestros encuentros sexuales. Nos besamos con urgencia. Empecé a desnudarla de cintura para arriba con prisa, como si temiera que esos pechos todavía magníficos fueran a escapar de mis manos después de tenerlos tan cerca. Y así fue.
      -No, no, vámonos –dijo, vistiéndose.
      -¿Por qué? Me apetece muchísimo.
      -A mí también, pero prefiero recordar nuestra relación como fue en aquel verano.
      Echó a correr hacia el coche y yo la seguí, pensando qué hacer para convencerla de revivir aquellos juegos adolescentes. Me había puesto muy caliente y necesitaba descargar tensiones sin demora.
      -Si los dos lo deseamos, no entiendo cuál es el problema –insistí, ya en el coche.
      -Llévame a la discoteca, por favor.
      -Te llevo a casa –dije, intentándolo por última vez.
      -No insistas. Tengo que buscar a Irene.
      Conduje hacia el pueblo en silencio, planeando una pequeña venganza.
      -Tienes una hija muy guapa. Está buenísima.
      Me miró fijamente.
      -No te acerques a ella. No pienses en ella así, deja de relamerte.
      -Todos se relamen cuando la ven –me justifiqué, sonriendo.
      -Seguramente, pero tú no lo hagas, no debes hacerlo.
      Volvimos a la discoteca, le di mi número de móvil para que me llamara otro día y se despidió para buscar a Irene. Pero yo la encontré primero. Y estaba tan excitado por lo que había pasado, que tuve la tentación de seguir disfrutando de su cuerpo.
      -¿Buscas a Almudena?
      -Sí. ¿La has visto?
      -Se acaba de marchar hace un momento porque no te encontraba –mentí-. Te llevo a casa.
      Montó de nuevo en mi coche y me indicó su dirección, pero la convencí para detenernos un rato donde antes. Y volvimos a besarnos. Me dio mucho morbo pensar que era su hija y que disponía de su cuerpo para mí solo.
      -Antes fui muy egoísta, pero voy a reparar mi error –la dije.
      La bajé el pantalón y el tanga y empecé a comérselo con ansia. Por los gemidos, pensé que casi se moría de placer. Cuando acabé, los dos estábamos excitados hasta el límite.
      Me puse al volante y conduje hasta la playa.
      -De esto sí que nadie se debe enterar en la vida -dije-, no pensaba hacerlo pero me tienta demasiado.
      -¿Qué vas a hacer?
      -Voy a desvirgarte, Irene.
      Se quedó blanca. Me pidió por favor que no.
      -Todo esto está pasando porque los dos estamos un poco bebidos -dije-. Si no, tú no estarías con un hombre mucho mayor y yo con una menor de edad. Sé que si no es ahora no será nunca y estás demasiado buena para perdérmelo.
      -Te la chupo todas las veces que quieras, por favor. Venga, te la chupo ahora –insistió, acercando su mano a mi entrepierna, pero yo ya había tomado una decisión.
      -Te la voy a meter quieras o no, así que lo mejor es que quieras.   
      Paré el coche junto a la cueva que compartí tantas veces con su madre. Me estaba relamiendo cuando caí en la cuenta de que yo no llevaba condones y no confiaba que ella tuviera.
      -No tienes preservativos, ¿verdad? Pero tomarás la píldora...
      -No -dijo.
      Me cabreé. Una nueva contrariedad frenaba mi deseo.
      -Sal del coche –la dije-, ya hemos llegado hasta aquí y yo no puedo parar.
      -Por favor, sin condón no –dijo, asustada de que yo insistiera en hacerlo sin preservativo.
      -Te juro que te va a gustar –dije yo para intentar tranquilizarla-. ¿Llevas alguna crema? Busca en tu bolso, anda.
      Encontró una cajita de vaselina para los labios que me serviría de maravilla. Salimos fuera, la puse de espaldas a mí, abrazada al maletero, la bajé el pantalón y el minúsculo tanga blanco que destacaba sobre su piel bronceada, la abrí bien las piernas y la embadurné con la crema.
      -¿Qué haces? –preguntó, volviendo la cabeza a tiempo para ver cómo me sacaba el miembro.
      No contesté y se la metí por el culo despacito, sujetándola por las caderas, aumentando la intensidad de las embestidas progresivamente. Empezó a gemir de una manera que acrecentaba mi excitación hasta el límite. Me agarré a sus tetas penetrándola sin descanso y, justo cuando estaba a punto de correrme, un segundo antes, pensé con deleite que estaba sodomizando a la hija de Almudena, era mi desquite. Aunque en realidad lo hacía por puro deseo hacia esa muchacha tan hermosa de la que el destino había evitado que yo fuera su padre. Y me vinieron a la cabeza las palabras de su madre: “¿su padre? un rollo de verano que nunca volvió”, “no pienses en ella así, tú no lo hagas, no debes hacerlo, deja de relamerte”. En ese momento lo comprendí, ella no había querido decírmelo directamente, pero las fechas coincidían... Irene era en realidad... ¡¡mi hija!! Hice ademán de salir de dentro, pero era demasiado tarde, no podía contenerme ya y me aferré más fuerte a sus tetas y se la inserté hasta dentro de un golpe hasta correrme salvajemente. El morbo multiplicó mi placer. Estaba tan excitado por el increíble goce que acababa de experimentar, que no terminaba de comprender lo que me estaba pasando. Acababa de metérsela por el culo a mi propia hija, y no podía negar que había disfrutado como nunca.
      Cuando ya se estaba vistiendo, recibí una llamada en el móvil. Imaginé que sería mi cuñado, buscándome para volver a casa, pero era la voz de Almudena. Me preguntó si yo había visto a Irene, porque no la encontraba y estaba preocupada. Me alejé un poco de la chica y la dije que no se alarmara, que seguro que aparecería enseguida. Y me atreví a preguntarla sobre Irene.
      -¿Por qué no me has dicho la verdad sobre tu hija?
      -No te entiendo –dijo.
      -No me has dicho que también es mi hija –la lancé sin pensarlo. Hubo un silencio.
      -¿Quién te ha dicho esa tontería? –gruñó, levantando el tono de voz.
      La dije que nadie, pero que ella me había lanzado indirectas cuando habíamos hablado. Dijo que estaba equivocado y se rió de mi ocurrencia. Cuando colgué, me acerqué a Irene, que terminaba de vestirse. No dejaba de relamerme. Ahora remataría mi resarcimiento.
      -Espera –la dije-, nos vamos a arriesgar porque yo estoy a cien.
      Me dijo que no, pero la volví a bajar el pantalón y el tanga, la senté encima de mí en el capó y la penetré poco a poco, centímetro a centímetro, comiéndola las tetas con fruición. Empezó a chillar de gusto compulsivamente. Me aferré a sus nalgas firmemente y la susurré al oído: “pídeme que te la meta más dentro, golfilla, que yo te oiga, deprisa”.
      -Métela dentro, más, hasta el fondo, por favor, que me corro...
      La muy golfa estaba disfrutando de verdad. Me afané para introducirla completamente el miembro y no paré de trepanarla hasta que me corrí a lo bestia. Llevé a Irene a su casa y envié un mensaje al móvil de su madre: “adiós, Almudena, y gracias”.




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Nombre do Relato


Codigo do Relato
1102

Categoria
Heterosexuales

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