Para mí, un chico de casi dieciocho en pleno auge sexual, no habían pasado desapercibidos estos atributos. Fantaseaba a menudo con su figura y con su carácter pícaro y cariñoso, que tenía el placer de haber conocido por ser ella amiga íntima de mi hermana, fruto de compartir largo tiempo juntas en el instituto, y me llenaba las manos de semen y la boca de gemidos soñando con aquella ya no tan niña, escandalosa y erótica.
Día normal entre semana, sofocante, fue en el que recibí con enorme excitación que Andrea, invitada por mi hermana, vendría a pasar tres días en nuestra casa de verano. Apareció en nuestra puerta, traida en coche por su padre, al viernes siguiente. Desde que entró y se acomodó en el cuarto de invitados, acompañada por mi hermana se sentía como en su propio hogar, y a las pocas horas estaba ya totalmente relajada e instalada.
Sabía yo que algo tramaba, pues durante esas primeras horas insistía en hablar conmigo, acabando en realizar actividades los tres juntos, nosotros y mi hermana, aunque como el pueblo resultaba pequeño y extremadamente aburrido solíamos pasar la mayor parte del tiempo en la casa y su pequeño jardín, que encontrábamos sin duda más excitante. Ella por su parte hallaba en mí respuesta a todos sus coqueteos, poco a poco nos íbamos compenetrandi y, a espaldas de mi hermana, atrayéndonos mutuamente de un modo evidente para los dos, pues las sonrisas y las largas miradas eran cada vez más frecuentes y más apasionadas. Pero nuestra atracción necesitaba de mucho más, y pronto se nos presentó la primera oportunidad de demostrarlo.
Había entrado mi hermana a ducharse, tarea para la que acostumbraba a emplear largo tiempo, y mis padres estaban atontados frente al televisor, tumbados y agotados. Andrea y yo, con la coartada de esperar la salida de mi hermana, salimos al jardín delantero para sentarnos a la sombra en los escalones de la entrada.
Conversamos, pero no duramos ni cinco minutos. Me miró a los ojos y agarró mi mano, acercando su cuerpo contra el mío mientras arrastraba el culo. Ingenuo y orgulloso había infravalorado de inicio y por prejuicios sus habilidades. Desde el principio me llevé una gran sorpresa. Me besó acaloradamente, enredando su lengua con la mía y sacándola para después chupar mis labios y mi barbilla despacio y con muchua saliva. Retiré estirándole su parte de arriba del bikini blanco y acaricié uno de sus pechos, su pezón puntiagudo parecía extremadamente sensible, así que mordí y lamí cuanto pude, sin encontrar mucho tiempo. Ella agarró mi cabeza para volver a besarme, obligándome a levantarme, conduciéndome con los labios hacia arriba.
Una vez estábamos los dos de pie me quitó la camiseta. Agarró mis pantalones y de un único tiró los bajó, junto a los calzoncillos, por debajo de las rodillas, dejándome completamente desnudo rodeado de la hierba y los cipreses, el viento silbante. Agarró mi pene, totalmente empinado, colorado y poderoso con sus venas mal disimuladas, desde la base y con las dos manos, ejerciendo un poco de fuerza que a mi me dió la sensación de explotar, se lo metió en la boca abieta con tanta pasión que por poco no llegaba a cubrirlo por completo, temiendo yo porque llegara a ahogarse por pretender aguantar así unos segundos. Le ayudaba, sin duda, el desparpajo de su juventud, que se ponía arrodillada al servicio del placer. Comenzó a soltarla con los labios mojados pegados a la piel y cuando lo soltó por entero pegó tal chupada, amigos, negándose a dejar escapar el prepucio entre la boca que se cerraba, que resonó descuidadamente un sonido de succión, y posteriormente de explosión, que provocó en mí un espasmo repentino de puro goce.
Con una sonrisa maliciosa se mostraba precavida por si nos habían escuchado, se detubo un instante y después volvió a metérselo en su garganta, caliente y húmeda. Iba lenta, con dedicación, pero pegaba hasta asfixiar el pene con sus labios de aquella manera, produciendo con la fricción mojada una sensación indescriptible, continuación de las anteriores. No cesaba de mirarme, no me quitaba la vista mientras lo hacía, en tanto que se acariciaba con sus dos dedos arqueados, y yo alternaba vistazos al cielo causados por el placer inaguantable y a su cara, entonces se frenaba y sonreía una vez más sin sacárselo de la boca. Se percataba de que yo estaba enloqueciendo, como en un perpetuo orgasmo sin llegar a serlo, mientras ella continuaba arriba y abajo.
Remató la faena con un detalle que sencillamente terminó con mi débil resistencia. En el éxtasis, escuchando como un espectáculo particular para mi mismo el sonido de la lengua de Andrea, frenó, algo que a estas alturas formaba parte del ritual. Mirando de frente el falo le sacudió un beso en la punta del prepucio, hormigueante y maternal, que sobrepasó hasta mis límites. El semen salía, ella lo notaba al contacto con sus dientes y su paladar, pues el beso fatal no había concluido aun, ni mucho menos, sino que se reconvirtió en más intenso. A la vez que con sus manos empujaba toda mi verga hacia su boca, con los labios hacia lo propio en el prepucio en la dirección contraria. Entonces un esperado orgasmo colosal, acompañado de una grata sensación como si estubiese siendo ordeñado y purificado. La mente me quedó en blanco y el espíritu en paz unos segundos.
Habiendo vuelto en mí, conservaba Andrea un reguero del líquido chorreando hasta su barbilla. Levantándose y coloándose la parte que faltaba del bikini, a carcajadas me comentó que no había podido evitarlo y se lo había tragado enterito, aunque yo no podía haberlo visto. La creí. Me subí el pantalón y me coloqué de nuevo la camiseta. Oimos movimiento y nos situamos. Al cabo de un rato apareció mi hermana, ajena a todo esto.